Debo ser honesta, durante mucho tiempo quise ser como ella. Sus ojos tras las gafas se habían acabado literalmente por leer centenares de libros. Hablaba de ética con la misma pasión que un campesino hablaba de la burocracia de Díaz en aquellos años. Por ella conocí a Girondo y a Kerouac. Siempre usaba altos tacones negros y medias de red. Sus cabellos se resistían a portar las canas propias de su edad y se mostraban de negro profundo a causa de los tintes. Esa mujer siempre olía bien.
Usaba palabras inexistentes en mi vocabulario para las pláticas más triviales (pero dignas del Real Academia de la Lengua) mientras lucia algún traje de marca.
Si, lo admito. Mi Ídolo era un hibrido de Coco Chanel y la Marie Curie de la filosofía.
Me a-te-rra-ba no llegar a ser ella. No leer lo que leía ella, no saber lo que sabía ella. Admiraba esa aura de arrogancia y seguridad que esparcía en los pasillos. La forma despectiva en la que trataba a todos los que ella consideraba inferiores o simplemente pendejos, incluida yo por supuesto.
Y así paso el tiempo, mucho tiempo. Mi frustración fue en aumento cada día. ¿Cómo podía yo competir con tal perfección? Porque si, de eso se trataba, de una vil competencia. Sacrifique años enteros de mi vida refugiada en aquellos libros, deje el “vivir” por el “saber leer”. Hice a un lado la magia de la experiencia por la monotonía de la teoría.
Ella, la mujer de los tacones negros me hablaba de desapego, de la destrucción total de todos los esquemas, de la quietud en el movimiento. Y cada vez que lo hacía, se hacía una Diosa para mí. Yo, simple mortal, mujer- tarántula tenía todos los defectos de carácter que ella detestaba. Y cada vez me hundí más y más en la “idea” que de ella tenía y que me daba de mi misma.
Pero un buen día, mientras lamia las heridas de mi autoestima se acercó a mí un pequeño ratón.
-¿Porque estas triste? Me pregunto.
-Porque no soy ella, respondí.
Y con un señalamiento de cabeza le mostré a la mujer dentro de la cafetería que tenía en sus manos un libro y en la mesa un cenicero a medio llenar junto a una taza de cappuccino. Vestía de negro como siempre, y tenía esa sonrisa maliciosa, cruel hasta cierto punto en su rostro de porcelana de Lladró.
-¿Por qué quieres ser ella? ¿Por qué no quieres ser tú?
Le conté todo al ratón mientras en mis mejillas rodaban las lágrimas. (Maldita Auto compasión.)
El roedor escucho atento hasta que termine de hablar, me miró fijamente y me pregunto:
-¿Quieres saber la verdad?
-¿Cuál verdad?
-Ella no es “eso”, es algo más.
-Por supuesto que es más -dije yo- ¿Acaso es más perfecta de lo que veo?
-¿Perfecta? ¿Quién hablo de perfección? Siéntate y escucha:
- Yo vivo en su casa, hoy logre escapar en la caja de libros que trae en su auto.
Ella lee mil libros por cada amigo que la abandona, lee otros mil por cada amor que se le va.
Tiene una docena de mascotas porque se siente sola al llegar a casa, y necesita sentirse útil. Eso prueba su “inmovilidad”.
Necesita creer en el desapego porque a causa de la edad y el carácter tiene que comprarse sus relaciones. No hay emociones de por medio en ese intercambio de servicios. ¿Entiendes? No es que alguna vez haya creído en los beneficios o problemas del apego o el desapego, simplemente no lo ha vivido. Odia el amor porque nadie jamás lo ha sentido por ella. Y sufre.
Seduce, juega, embriaga, miente, hiere pero no ama.
¿De verdad quieres ser como ella?
Me quede pensativa un rato. Levante mi mochila, me sacudí el pasto del trasero, y mirando al ratón agradecida le dije:
-Tengo suficientes huecos propios para adoptar otros.
Tire del altar a mi proyección de “Danu” y la vi caer hecha polvo. Escuche romperse cada pedazo.
De pronto, la mujer de los tacones negros me miro a través del cristal, dejando caer el libro en la mesa, intento usar nuevamente la mirada de Medusa, la voz de sirena y hacerme caer nuevamente en su culto, en su harem de adolescentes. Sonrió ladeando el rostro…
La mire un momento, como el que con decepción encuentra las ruinas de algún castillo medieval sin nada en pie. Prendí mi cigarro y escupí sobre la hierba. Desde ese momento decidí escupir a todos los dioses que hallara en mi camino.
Se quedó con la boca abierta al descubrir que ni los encantos de su representación de La Muerte podrían volver a conseguir que yo deseara ser algo tan lleno de mentiras y tan carente de esencia.
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